Crítica de Arte - Rigoberto MENA

"Rigoberto Mena. Imaginario que fluye"

 Nelson Herrera Ysla • La Habana

La búsqueda apasionada de la imago a través de una disipada renovación estructural y formal, de sentido y significados, cuya plenitud consigue en imprecisas definiciones que se dilatan en gestos informales, grafía espontánea, color sosegado, obsesiona a Rigoberto Mena desde que descubrió las claves misteriosas de su poética visual en el tránsito del siglo pasado a este. Desde que reconoció en la abstracción su única lengua para entenderse con nosotros en este complejo mundo de signos y símbolos que habitamos. Mi patria es la abstracción, se dijo a sí mismo un día lejano ya, parafraseando a Fernando Pessoa.

Ajeno a la condición posmoderna -debatida inicialmente entre apropiaciones de modelos históricos y deconstrucciones estructurales de lenguajes y modos expresivos-, este creador vio pasar por su lado, como quien observa un impresionante carnaval gozoso en máscaras, música, magia, iluminaciones y fantasía, la más grande parafernalia orquestada por el mundo del arte desde su aristocrática aparición en los albores del Renacimiento. La disfrutó con humildad y devoción culturales, como muchos otros creadores, pero aquel ambiente arrebatador y vertiginoso no pudo remover sus genuinos impulsos creadores y su sarta de afectos y sentimientos. Permaneció a la vera del desfile, en lugar discreto, con los ojos bien abiertos, atento a la mecánica de aquel mundo de incontables acciones y visualidad atrayente que durante cerca de 20 años parecía anunciarnos con tambores, estandartes y trompetas aladas, el fin y el inicio de todo.


"ADN", 2011

Casi 30 años después las aguas comienzan a coger nuevamente sus niveles. Y más aún: ciertos rasgos aislados, ciertas noticias que nos llegan desde allá y por aquí, indican, a pesar de la intensa niebla que nos cubre todavía, un lento reposicionamiento de aquella trunca modernidad que no logró colmar la vastedad de sus sueños en 40 duros años de proyectos artísticos y manifiestos estéticos, graves acontecimientos mundiales, nacimientos de estados, ascensión y caída de líderes, revoluciones.

Eso lo percibe Mena, menos preocupado ahora por el devenir de los tiempos y las vicisitudes de la vida, más tranquilo en su ámbito cercano, consciente de que su realización personal solo es posible hallarla en el misterioso reino de la pintura. Para una sola cosa parece haber nacido: pintar. Y si hubiera otra, con seguridad y sin apenas mover un solo músculo del rostro, respondería: pintar.

Deudor de ciertas expresiones del saber y el conocimiento, provenientes en grado sumo del llamado Lejano Oriente, y ávido por construirse un entorno íntimo inteligentemente equilibrado, pleno de devociones, amores y honestidades, Mena habita hoy uno de esos estadios propios de quienes se proponen a la larga y a la corta cambios, renovaciones germinadas en largos procesos de búsqueda y experimentación, extraño a lo que no surge del interior mismo de su ser y su existencia, como si lo externo, lo foráneo, lo exótico, debiese ser filtrado siempre por el tiempo y la distancia.

En él ha comenzado a desdibujarse lo arquitectónico y urbano tantas veces expresado en obras de etapas anteriores ―y por lo que ha sido reconocido en la escena artística nacional, y fuera de esta― aunque no deja de asombrarnos la persistencia de muchos de sus rasgos constitutivos en esta nueva etapa. Allí, donde se requiere la presencia de estructuras dominantes como sostén de renovados propósitos lingüísticos, vemos asomar todavía la mancha en la pared, la atmósfera penumbrosa de ciertos espacios citadinos negados a desaparecer del todo como protagonistas diáfanas en las nuevas composiciones: no pretende renunciar por el momento a uno de los pilares fundamentales de su trayectoria estética en algo más de una década.


"Girasoles para Vang Gogh", 2011

El énfasis ahora se ubica en otra dirección; más bien en la gravedad de la huella que esas estructuras arquitectónicas y espaciales imprimen al vasto escenario de las razones y la emoción.

Así, la ciudad se va alejando cada vez más del controvertido universo de sus obsesiones mientras se abre paso un cosmos inédito, un firmamento decorado con mucho más misterio y estrellas, más cercano a la inmensidad del cielo que a la materialidad de la tierra, más dado a la levedad del aire que a los obligados encontronazos de la piedra. En fin, algo más próximo al susurro, al rumor, a lo insondable del espacio, en el que no dejan de escucharse, a ratos, un grito lejano.

Estas sutiles evaporaciones y evanescencias despejan el camino para la expresión de un paisaje de familiares resonancias donde no tienen cabida jerarquías de ningún tipo, ni siquiera un impulsivo orden, y en el que lo sensible se dispone a través de líneas curvas y transparencias que el pintor lanza al ruedo de una escenografía satisfecha, persistente en lo gestual y lo orgánico.

Estos nuevos lienzos de Mena no comunican disciplina, poderes consagrados, sino más bien lo opuesto: mensajeros de una libertad inherente a toda existencia humana que Mena disfruta cada día en las soleadas mañanas de esta ciudad de La Habana que ya es para siempre suya. Su primordial interés apunta con fuerza al hallazgo de todo cuanto ha de alimentar la creación misma, y en ese apasionante recorrido por la vida material y espiritual del hombre llega hasta el fondo de muchas de sus unidades primigenias, básicas, ordenadoras en última instancia del funcionamiento del cuerpo. De ahí ese acercamiento, consciente o no, al bio-art, a las expresiones artísticas sustentadas en temas y asuntos del maravilloso mundo de lo orgánico, biológico, en esas estructuras mínimas de las células, entresacadas tal vez de la observación minuciosa de lentes microscópicos, o deleitadas al regodearse en documentaciones impresas, electrónicas, audiovisuales.

Mena ha ido de lo macro urbano a lo micro anatómico, de las sólidas racionalidades arquitectónicas a la mutabilidad de lo gestual sin necesidad de desgarramientos, fisuras, traumas. Este viaje -este viraje también podría decir- es el resultado de introspecciones y meditaciones constantes, diarias, alejadas del mundanal ruido que hoy amenaza no solo la convivencia ciudadana sino también la creación en su sentido general. Es la secuela de una época de cambios que él mismo siente a su alrededor, y en su interior, sin necesidad de proclamar la consabida madurez que todo creador experimenta en un momento dado de su vida.


"Yang qi", 2011

Tampoco se somete a los dictados de una búsqueda afanosa del color, como podría esperarse quizá de un pintor cubano subordinado a las intensidades de la luz en esta parte del planeta. De su instrumental expresivo surgen constantemente variadas gamas, en especial grises, negros, sepias, tierras, e infinitud de variaciones a las que asiste con la presencia de algún otro color cuando estima conveniente. Ello lo emparenta de algún modo con las delicadas y minuciosas tintas del extraordinario Raúl Milián, ese para quien el mundo, el verdadero mundo de las emociones y sentimientos humanos, podía abstenerse en realidad de estridencias cromáticas. Aun cuando la escala diminuta de las cartulinas y papeles de Milián nada tienen en común con el gigantismo actual de los lienzos de Mena, ambos proyectan una imagen agraciada de lo que podría considerarse un artista universal, libre, consagrado por entero al arte, a secas, sin nombres ni apellidos.

Estos grandes formatos que Mena exhibe ahora son una respuesta sensata, deliberada, a los amplios registros espaciales del Museo Nacional de Bellas Artes, cuyas paredes y pisos están poblados por más de mil obras de historia del arte cubano y donde no es fácil abrirse un camino entre tantas virtudes y cualidades sorprendentes de lo visual autóctono. El escenario escogido para esta exposición no podía ser más desafiante, riesgoso y comprometedor para Mena, quien por esa razón explora niveles mayores de impacto y gratificación con el fin de poder orquestar un concierto abstracto a lo grande, como demandan las circunstancias.

En esas extensas telas podemos identificar, a la vez, pequeños núcleos donde el artista examina texturas, manchas, profundidad, trazos, letras, palabras, y al mismo tiempo entresacar significados y alusiones de toda naturaleza y rango. Tales núcleos conforman una totalidad coherente, unitaria, apta para el disfrute de lo particular y lo general, al modo de esas obras maestras construidas desde la Edad Media, El Renacimiento, el barroco, hasta finales del siglo XIX: siguiendo la estructura de esos discursos visuales que nos conmueven aún en cualquier museo del mundo, Mena dilata y magnifica cada pulgada de la tela hacia límites insospechados.

Por ello, no le interesa establecer un foco específico de atención, una fracción dominante dentro de la obra. Para él todas y cada una de las partes son importantes, y todas contribuyen a la conformación de esa atmósfera general liberada de estratificación y jerarquizaciones: es la plenitud de lo específico pictórico, de la deificación de la pintura como expresión más alta de lo genuino y sobrecogedor, sin alianzas lingüísticas tan a la usanza hoy.

Es la pintura en toda su desnudez, expuesta sin prejuicios, sin artimañas ni falsas construcciones ideoestéticas, sin redundancia discursiva ni apoyatura teórica. Es, para decirlo de manera más simple: pintura.

Recorrer cada una de sus obras, de un lado a otro, sin principio ni fin, abierta y libremente, es acrecentar la fluidez que ellas en sí contienen. Si bien en las anteriores la lectura era frontal, global, de golpe, ahora nos dejamos llevar por el fluir de la mano, del gesto, del color: estamos tentados de volver una y otra vez sobre la superficie de la tela cuando nos asalta la duda de haberla disfrutado a cabalidad.

Es un imaginario que discurre ante nuestros ojos -enemigo, entre otras cosas, del impacto de la luz- trasvestido en la "forma sin forma", como se lee en uno de los cuadros.

Y los llamo ahora cuadros ―palabra desusada en tiempos posmodernos y pos-posmodernos― aunque también podría llamarlos "retratos de la pintura" porque eso son para mí. Mena ha captado la esencia, las claves históricas de la pintura. La ha "retratado" desde el interior de ella y de él mismo, consciente de su tradición e historia en esta segunda década del siglo XXI.

¿Pintar en el siglo de la telefonía móvil, de la Internet, del 3D, de la televisión digital, de los viajes espaciales, de la nanotecnología, de las redes sociales? Pues sí, nos lo confirma Mena sin sobresalto alguno.

Pintar sigue siendo un placer para este artista contemporáneo que no discrimina hora ni lugar para entregarse a uno de los oficios más antiguos e impenetrables a fuer de misterios, enigmas, sigilo.


Exposición Hablando en lenguas, de Rigoberto Mena